lunes, 15 de febrero de 2010

¿Por qué Michael Ende escribía para los niños? (II y último)

(continuación)

(aviso: el párrafo dedicado a la Historia Interminable contiene spoilers)


Una cosa es defender valores y otra crear o renovar valores ¿De qué sirve toda la argumentación crítico-social contra el envenenamiento y destrucción de la naturaleza si, en el fondo, el árbol como tal ya no nos dice nada? Pero un poeta que, con una poesía, me hace vivir la belleza de un árbol, la fraternidad de ese ser misterioso, pasa por ser anacrónico, una reliquia casi ridícula del pasado, mientras que el autor que escribe un furioso panfleto contra la destrucción del medio ambiente, aunque para él personalmente el monte no sea más que la base biológico-química de nuestra propia vida, es tenido por una persona progresista e incluso valiente.



Los valores no existen por sí solos, no son por así decir innatos y obvios, sino que los valores tienen que ser creados y constantemente renovados, para que existan. Toda crítica social parte de un valor común, el valor del hombre. La misión de los poetas es crear y recrear ese valor: cada uno a su manera, cada uno en su época y su cultura. Si no lo hacen, ese valor pierde rapidísimamente color y perfil, pierde realidad, y la consecuencia es el salvajismo y la brutalidad. Los escritores y artistas que se complacen en degradar y destruir cada vez más, en nombre de un muy dudoso amor a la verdad, el valor del hombre puede que tengan mucho éxito en nuestra actual civilización del puro intelectualismo, pero lo que están haciendo, en realidad, es destruir la base sobre la que ellos mismos descansan.


Y con esto he llegado al punto de mis reflexiones en que he de sacar el gato del saco, como se dice en alemán, o sea, en que tengo que decir claramente por qué escribo. Quizás noten ustedes, señoras y señores, que estoy vacilando, y eso tiene su razón de ser, pues soy consciente de que todo lo que pueda decir en relación con esta cuestión es diametralmente opuesto a lo que hoy se considera importante y acertado. Quiero, no obstante, intentarlo.


Seguramente conocen ustedes la célebre frase de Fríedrich Nietzsche: «En cada hombre hay escondido un niño que quiere jugar». Yo quisiera tomarme la libertad de enmendar un poco esta frase de aquel gran despreciador de las mujeres y decir, «En cada persona hay escondido un niño que quiere jugar».


Lo confieso, pues, sin avergonzarme: el impulso verdadero, real, que me mueve míentras escribo es el placer del juego, libre y espontáneo, de la imaginación. Para mí, el trabajar en un libro es cada vez un nuevo viaje cuya meta no conozco, una aventura que me enfrenta con dificultades que yo no conocía antes, una aventura que hace surgir en mí vivencias, pensamientos, ocurrencias de las que yo nada sabía y al final de la cual me he convertido en otro distinto del que era al principio. Tal juego sólo se puede llevar a cabo sin un plan preconcebido, pues quien quiera saber o planificar por anticipado a dónde le llevará tal aventura está impidiendo de esa manera que suceda tal cosa.


Cuando yo, por ejemplo, escribía La historia interminable y había iniciado, junto con Bastian, mi pequeño protagonista, el largo y aventurero viaje por Fantasía, no sabía en absoluto dónde iba a estar la salida de Fantasía que nos posibilitaría a ambos el regreso a la realidad exterior. Tuve que acompañar a Bastian de etapa en etapa y más de una vez perdí la esperanza de que existiese siquiera tal salida. Pero yo me repetía a mí mismo constantemente: Fantasía no es una trampa. Confiaba en que la solución se presentaría en el momento adecuado, si yo me atenía con honradez y firmeza a las reglas de juego establecidas por mí mismo. Esa inseguridad me torturaba a veces hasta el punto de acabar totalmente agotado y desanimado. Con esa historia he luchado, literalmente, por salvar la piel. Esto puede parecer exagerado, pero todo aquel que conozca ese género de proceso creador comprenderá cómo hay que entender esta confesión. Sólo en el penúltimo capítulo, y verdaderamente sólo entonces -cuando Bastian depone ante Atreyu el signo de la emperatriz infantil, renunciando así a todo lo de Fantasía- vi yo también con claridad que ese signo era al mismo tiempo la salida que permitía regresar al mundo de los hombres.



¿Qué es, en definitiva, ese juego libre, creador? ¿No es un mero pasatiempo, un lujo intelectual? ¿O es una de las más hondas necesidades de la vida humana, algo sin lo cual el hombre deja de ser hombre? Yo podría desplegar aquí, ante ustedes, una larga lista de contundentes testimonios de muchos siglos y muchas culturas, testimonios que ensalzan el juego desprovisto de finalidad como verdadero campo de la libertad y dignidad humanas: empezando con el Ion de Platón y terminando con la célebre frase de Picasso: «Yo no busco. Encuentro». Hasta el Creador de este nuestro mundo jugó cuando creó la naturaleza, pues nadie podrá convencerme jamás de que la infinita variedad de formas y colores del mundo de los animales, plantas y piedras ha surgido unicamente por la imperiosa necesidad de sobrevivir y adaptarse. Pero no quiero desarrollar ante ustedes, distinguidos oyentes, una filosofía del juego. Eso llevaría de seguro muy lejos, y ni el lugar ni la hora son los adecuados. Sin embargo, quisiera llamarles la atención sobre una única cosa curiosa del juego, por parecerme importante en nuestro contexto.

El juego, si sigue siendo juego de verdad, no puede nunca moralizar. Es, en su esencia, amoral, es decir, está fuera de todas las categorías morales. Piensen en el juego de ajedrez, en los juegos de circo, en los juegos infantiles: nunca es cuestión de moralidad mientras que la totalidad de los participantes se atengan a las reglas del juego, o sea, mientras el juego siga siendo juego. Quien no se atiene a las reglas destruye ese carácter lúdico, por entremezclar los planos.


Voy a intentar hacer comprensible lo que estoy diciendo con un drástico ejemplo: si van ustedes por la calle y ven que en la acera de enfrente un tipo está apaleando a una mujer, se encuentran ustedes instantáneamente ante una situación que exige una decisión moral. Pueden ustedes tratar de buscar ayuda, pueden ir allí ustedes mismos para prestar socorro a la mujer, pueden también hacer como si no hubiesen visto nada y continuar su camino: en cualquier caso, han tomado una decisión moral, buena o menos buena. Pero si están en el teatro viendo cómo Otelo estrangula a Desdémona, sería extremadamente ridículo que se precipitaran ustedes al escenario para impedírselo. No sólo no hace falta que ustedes intervengan, sino que, al contrario, en cierto sentido incluso están dísfrutando el crimen. Saben que se trata de una representación, de un juego, que lo que está pasando tiene lugar en lo imaginario y que por eso lo bueno y lo malo están igualmente justificados. En lo que dure la representación, ustedes están exentos de cualquier obligación moral. En eso justamente estriba la vivencia de la libertad, en el placer que procura el arte. Y entiendo arte aquí como la forma más elevada de juego.


Ahora bien, yo entiendo perfectamente, por supuesto, que a mucha gente el punto de vista que aquí defiendo les pueda parecer casi blasfemo. Vivimos en un mundo amenazado por la bomba atómica, un mundo en que ha habido y sigue habiendo en gran medida dictaduras y campos de concentración, un mundo en que existen la injusticia social y la explotación, en que parecen aumentar a diario la agresividad y la brutalidad, el abuso de la droga y todo género de deterioro psiquico: ¿y en ese mundo el arte y la poesía, justamente esos dos, se van a sustraer a todo imperativo moral? ¿Van a limitarse a ser un juego desprovisto de intencionalidad? ¡No podrá afirmarse en serio tal cosa! Sería puro cinismo.

Pues bien, lo que estoy diciendo es tan poco cínico y tan poco blasfemo como el comportamiento de un médico que durante una guerra o epidemia intenta sanar a los enfermos, salvar a los heridos, consolar a los moribundos. Si es un buen médico, no intentará aleccionar o mejorar la conducta de sus pacientes, intentará simplemente curarlos.



Miren ustedes, señoras y señores: vivimos en un siglo ideológico en que cada uno trata de imponer al otro sus opiniones y puntos de vista, convencerle, apabullarle con argumentos. Todos discursean a todos, y en la algarabía general muchas veces se pierden justamente las cosas sobre las que se doctora con tanto ahínco. Una de esas cosas es el hecho de que el arte y la poesía tienen fundamentalmente una finalidad terapéutica. Pues el arte verdadero, la poesía verdadera, nacen siempre de la totalidad de cabeza, corazón y sentidos, y restablecen esa totalidad en los hombres que tienen acceso a ellas, o sea, devuelven la salud, sanan a los hombres. Cuando ustedes regresan de un buen concierto, no ha aumentado su inteligencia, pero han tenido una experiencia que ha restablecido su totalidad, en ustedes ha sanado algo que antes estaba perturbado, separado.


Pienso, llegado a este punto, en un titiritero ruso a quien tuve una vez el honor de conocer. Aquel hombre había estado durante años en un campo de concentración nacionalsocialista. A base de diminutas sobras de puré de patatas, se había ido modelando poco a poco una serie de marionetas con las que, si no había cerca ningún guardián, les representaba cuentos a los niños. Hacía reír a los niños. También les representaba su propio destino, y hasta su muerte. Más tarde iban a él muchos reclusos en edad adulta y jugaba con ellos a lo mismo. Con frecuencia, en la noche anterior a la ejecución, les hacía a los condenados a muerte un juego de marionetas sobre lo que iba a sucederles. Y el modo como lo hacía devolvía a esas personas el sentimiento de la propia dignidad. Morían, pero morían de otra manera, con más serenidad, algunos incluso más consolados.

Puede uno preguntarse, indudablemente, de qué les sirvió todo eso a aquellas personas. Pero yo no plantearía así la pregunta. Para mí, aquel titiritero era un hombre de gran valentía y un verdadero artista.

Esa totalidad de cabeza, corazón y sentidos, que sólo nos puede regalar el juego carente de intencionalidad ¿qué otra cosa es, según su más honda esencia, sino belleza?


Sobre esta mutua relación entre juego libre y belleza escribió Friedrich Schiller su célebre ensayo Cartas sobre la educación estética del hombre. Nunca, ni antes ni después, se ha dicho nada más lúcido sobre el tema, y mejor le iría, sin duda ninguna, al arte y a la literatura actuales si más personas a las que atañe esta cuestión se tomaran la molestia de leer a fondo esa obra.

En la cima de sus reflexiones y como una especie de resumen lógico de sus ideas escribe allí Schiller la frase siguiente, extrañamente paradójica: «El hombre debe jugar sólo con la belleza, pero con la belleza sólo debe jugar».


¿Qué significa esto? El valor del juego libre -y por tanto también del arte y de la poesía, que constituyen para Schiller la forma mas elevada de juego- viene determinado por su belleza. Pues la belleza -¡y sólo ella!- ennoblece y redime al hombre y lo libera de todas las constricciones de la naturaleza y de las leyes espirituales y morales. La belleza libera al hombre y en ello reside al mismo tiempo para Schiller el más elevado valor moral. Pero, continúa diciendo, sólo allí, sólo en el juego libre, puede tener validez absoluta esa norma de la belleza. Arrancada de ese contexto del juego, la exigencia radical de belleza se volvería necesariamente inhumana.

Un medicamento que, debidamente aplicado, puede devolver la salud al hombre puede convertirse siempre, si se abusa de él, en droga que destruye al hombre. En la misma medida en que sería absurdo introducir categorías morales en el juego libre, sería nocivo convertir las normas estéticas en fundamento de decisiones de la vida diaria. El fallo que emite un juez ha de ser justo. Es irrelevante si es bello o no. Un resultado de la investigación científica ha de ser verdadero. Su belleza no tiene la menor importancia. La decisión de un político debe estar impulsada por el sentido de la responsabilidad frente a los ciudadanos. ¡Adónde íbamos a parar si los poderosos se dejasen llevar en sus decisiones por categorías estéticas! Más pronto o más tarde acabarían comportándose como el emperador Nerón, que prendió fuego a la ciudad de Roma con el fin de tener un escenario espectacular para recitar sus poemas.


Ahora bien, nuestra actual vida cultural y espiritual tiende, más que cualquier otra de las anteriores, a confundir todas las categorías en lugar de a distinguir unas de otras. Lo que se preferiría es tener una única llave maestra que abriera todas las puertas. Debido a esa comodidad en el pensar se ha abandonado y olvidado la cuestión de la belleza. La discusión sobre una obra moderna de arte, una representación teatral, un libro, gira fundamentalmente en torno a lo que dice, si es original, si es nueva -¡sobre todo ha de ser nueva!-, pero prácticamente nunca es objeto de discusión el hecho de si es o no bella. Entonces, lógicamente, una gran parte de nuestra literatura y arte modernos ni siquiera reivindica tal cosa. La belleza ya ni siquiera constituye una aspiración.


¿A qué se debe eso?


La belleza es, por su misma esencia, trascendente. No es abarcable únicamente por el lado de acá. No es objetivable, o sea, no es posible medirla, pesarla o contarla. La belleza, para que sea percibida, necesita personas capaces de ello. ¿Es por eso sólo una vivencia subjetiva? El pensamiento materialista sólo puede comprobar que todas las culturas del mundo, todos los siglos, e incluso cada una de las generaciones, han desarrollado distintos conceptos de belleza, tan diferentes en ocasiones que llegan a ser totalmente contrapuestos. ¿Dónde está entonces el elemento común? Como el pensamiento formado en el empirismo de la ciencia no podía reconocer ese elemento común, toda la cuestión de la belleza se vio relativizada. Bello es -eso se dijo- lo que se considera en su momento como tal. La belleza de por sí no existe.



Peor aún: se llegó a hacer la absurda afirmación de que la belleza era una especie de embellecimiento encubridor, o sea, un amable embuste con el que se intenta velar, minimizar o incluso recubrir totalmente la vileza y brutalidad de nuestro mundo. ¡Cuando lo que ante todo se quería tener era veracidad! Se quería representar lo intolerable como intolerable, lo vil como vil, lo brutal como brutal. Así, en nombre de una exigencia mal entendida de veracidad, lo repugnante queda prácticamente declarado norma artística y poética. Entre ciertos críticos y grupos artísticos nació un auténtico culto a la fealdad. El hecho de que ni Homero ni Dante, ni Goya ni Grunewald, hubiesen prescindido en sus obras de lo horrible e insoportable, el hecho de que no encubriesen nada y que, sin embargo, transformasen todo en belleza, eso ya no se comprendió.


¿Y el público, la gente? Permanecían en silencio, intimidados y acongojados. Pues una gran parte del periodismo cultural quería convencerles de que, si lo que esperaban era belleza, formaban parte de la burguesía reaccionaria. Así que se encogían de hombros y se sometían, pues ¿a quién le agrada ser tenido por reaccionario? Tal intimidación dura hasta hoy. Pero así y todo, en la mayoría de la gente, sigue habiendo hoy -y quizás incluso más que nunca- una nostalgia, casi una verdadera sed de belleza. Yo creo que los hombres nada agradecen tanto como el que les ofrezcan un poquito de belleza. Esto es aplicable a los niños más aún que a las personas mayores. Y si se les priva de esa belleza, entonces echan mano del sucedáneo, del sustitutivo, del kitsch, para calmar la sed.


He dicho que la belleza es, por su misma esencia, trascendente, o sea, que no es abarcable únicamente del lado de acá. Es, por así decir, un reflejo luminoso que proviene de otros universos y que ilumina el nuestro transformando el sentido de todas las cosas. La esencia de la belleza es lo misterioso y lo maravilloso. Las banalidades de este mundo se convierten, a su luz, en revelaciones de otra realidad de la que todos venimos y a la que todos retornaremos, y que todos añoramos a lo largo de nuestra vida aunque la hayamos olvidado.

El escritor francés André Breton escribió en su Manifiesto del surrealismo: «Lo maravilloso siempre es bello. E incluso sólo lo maravilloso es bello».

Señoras y señores: les ruego que consideren una vez hasta qué punto hemos conseguido los hombres modernos desencantar nuestro mundo, despojarlo de todos sus misterios y milagros, echarlo a perder mediante la explicación racional. Observemos juntos por un instante la visión del mundo que hoy tiene todo hombre moderno instruido y que, ya desde la escuela, se inculca a todos los niños.


Así que, alguna vez, en alguna parte, en algún rincón perdido del universo, hubo una gran nebulosa de hidrógeno que -no se sabe por qué- empezó a girar. Poco a poco se fue formando una serie de grumos de materia que rodaban en torno a un sol común. Al cabo de algunos miles de millones de años y bajo la influencia de los rayos cósmicos, surgió en uno de esos grumos de materia una primera célula de albúmina que empezó a reproducirse. En el transcurso, nuevamente, de inimaginables períodos de tiempo, esa célula albuminosa se desarrolló más y más -siempre por la necesidad de adaptarse y por la selección natural- hasta que finalmente salió el hombre. Ese hombre era al principio tonto y supersticioso, la naturaleza que le rodeaba se la imaginaba él poblada de seres misteriosos, de elfos, ondinas, enanos, y seres semejantes, creía que en las estrellas y más arriba de ellas vivían seres divinos, e incluso los veneraba y les dirigía oraciones, pensaba que debía estar agradecido a su madre tierra por todo lo que le regalaba, y sobre todo estaba convencido de poseer un alma inmortal. Hoy sabemos que todo eso no son sino enternecedores desatinos. El alma del hombre no constituye otra cosa que la suma de todos los procesos electroquímicos del cerebro y del sistema nervioso. Precisamente mediante ese género de pensamiento, ilustrado, libre de valoraciones, hemos logrado dominar poco a poco la naturaleza y convertirla en esclava sin voluntad propia. Y caso de que la humanidad no ponga fin prematuramente, mediante una guerra atómica, a la vida que hay sobre este grumo de materia llamado tierra, ese sistema seguirá rodando otro par de millones o de miles de millones de años hasta que, conforme a las leyes de la entropía, muera alguna vez por efecto del frío o del calor. En el tenebroso silencio cósmico que reinará después, toda la historia de la humanidad, con sus sufrimientos y sus triunfos, con sus civilizaciones y guerras, con sus santos, genios y locos, no habrá sido otra cosa que un diminuto intervalo, apenas perceptible, en una inmensa y gigantesca serie de sucesos formidables pero absurdos.



Les ruego, señoras y señores, que tengan verdaderamente presente todo el desconsuelo, toda la banalidad de tal visión del mundo. A mí, por lo menos, no me asombra que la gente, sobre todo la gente joven, que acepta esta visión del mundo como la entera verdad, cuando en sus vidas surge la menor dificultad se metan una bala en la cabeza o se aniquilen a sí mismos con drogas. De semejante visión del mundo ya no pueden resultar valores morales, religiosos ni estéticos. Todo -incluso la más insignificante función vital- se vuelve, dentro de una tal concepción, aberrante y absurdo.

Va siendo hora de contraponer a esa visión del mundo otra que devuelva al mundo su sacrosanto misterio y al hombre su dignidad. En esa tarea, los artistas, poetas y escritores habrán de tener una participación importante, pues su labor consiste en prestar a la vida encanto y misterio.

Y aquí llego al cuarto y último punto de mis reflexiones. Yo debía dar una explicación de por qué escribo para los niños o de por qué escribo, sin más. Mi primera respuesta ha sido el libre juego de la imaginación. De él resultó la norma de la belleza. La belleza, a su vez, nos llevó a lo maravilloso v misterioso. Si se me permite llamar a estos tres conceptos, por así decir, los puntos cardinales de mi paisaje poético, todavía falta el cuarto, que es el humor.


Miren ustedes: todo lo que he dicho hasta ahora podría inducirle a uno a establecer una especie de dogmática, podría hacer del escritor algo así como un gurú de su público, un maestro esotérico de sus lectores. Ello significaría, sin embargo, que ejercería su influencia con medios que no son exclusivamente artísticos. De ese modo se convertiría sólo en propagandista de su mensaje, un propagandista que utiliza la poesía como una especie de envoltorio. Y eso exactamente es lo que había que evitar.

De ello le salva a uno, exclusivamente, el humor.

Tampoco del humor se puede dar una definición exhaustiva, como es natural. Tampoco a él se le puede medir o cuantificar, y menos aún experimentar. El humor se sustrae a cualquier intención. El humor no puede ser nunca fanático ni dogmático. Es siempre humano y amable. Es esa actitud de conciencia que nos da la posibilidad de admitir sin amargura la propia insuficiencia y no tomarla tan en serio. Y también tomar nota con una sonrisa de las insuficiencias de los demás. El humor no es idéntico a la sabiduría pero es un pariente cercano de ella.


Los inventores del humor son, creo, los judíos. Y ello tiene su razón de ser. En la mayor parte de las otras culturas se es o idealista o realista. Si se es idealista, se dirige la mirada sólo a lo esencial, a lo sublime, a lo divino. Se pasan por alto las molestas banalidades de la vida. Pero si se es realista, sólo se ve la miseria del mundo y se tiene por ilusión todo lo que es más elevado. Los judíos han aprendido en una larga y dolorosa historia a mantener bien agarrados los dos extremos. Viven en esa tensión entre arriba y abajo y la soportan con su famosa tozudez. Saben cuán dolorosos pueden ser los pies planos y saben del Dios eterno. Y consiguen, con toda modestia, plantarse con sus pies planos ante el trono de Dios. Y ése es el verdadero humor.


Y puesto que aquí queremos hablar sobre todo de literatura para niños o para el niño que hay en todos nosotros: seguro que no les digo a ustedes nada nuevo si añado que los niños para nada son tan receptivos como para el auténtico humor, pues éste les dice que se pueden tener y cometer faltas, más aún, que se nos quiere precisamente a causa de nuestras faltas. Y así creo que la curva nos lleva, de modo imperceptible y por sí sola, a nuestro punto de partida, al juego libre y desprovisto de finalidad.


El ciempiés puede danzar de nuevo.


Muchas gracias.
¡Domo arigato gosaimashita!

*****

Poco puedo añadir a esto. Espero que os haya gustado. :)

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