domingo, 14 de febrero de 2010

¿Por qué Michael Ende escribía para los niños? (I)

Hoy quiero compartir una conferencia de uno de mis dos escritores favoritos, Michael Ende.

Se trata de un texto largo, pero con el que me siento bastante identificado, desde la primera vez que lo leí. Para una lectura más cómoda lo dividiré en dos partes

En 1986 Michael fue invitado al congreso anual de la JBBY (Comité Japones para la Literatura Internacional Infantil) en Tokyo y dio la conferencia que sigue a continuación, que fue la primera explicación detallada de su visión artística.


Sobre el Eterno Infantil


Distinguidas señoras, señores:

¡Minasama!

¿Por qué se escribe para los niños? Así reza el tema de este congreso y estoy seguro de que en los próximos días escucharemos muchas cosas interesantes y sustanciosas al respecto. Pero yo no soy un estudioso de la literatura, ni un filósofo de la cultura, no soy tan siquiera un verdadero experto en literatura internacional infantil y juvenil, por eso todo lo que yo pueda decirles no pretende tener validez general sino que será únicamente mi respuesta personal a la pregunta planteada. Tampoco tengo experiencia como orador, soy sólo un narrador de historias. Permítanme por ello comenzar con una pequeña historia. Su autor es el escritor alemán Gustav Meyrink, o en cualquier caso fue él quien la escribió por primera vez.


Sobre una piedra grande y lisa bailaba cada día, cuando brillaba el sol, a una hora determinada, un ciempiés. Los otros animales venían de lejos para contemplarle cuando, a su manera inimitable llena de encanto, trazaba sus lazos y sus espirales, mientras su cuerpo fulguraba a la luz y brillaba como si estuviese hecho de piedras preciosas. Era un placer mirarle y todos los animales encomiaban su arte y su gracia. Sin embargo, el ciempiés no bailaba para conseguir la fama y la admiración de los demás. Apenas echaba de ver a sus espectadores, tan ensimismado estaba en su danza.

Pero he aquí que vivía cerca de él, bajo las raíces de un árbol, un sapo grande y gordo, y a éste le irritaba lo que hacía el ciempiés. Ya fuese porque tenía envidia de su gracia y su fama, ya fuese porque estaba en contra de actividades inútiles como la danza, lo cierto es que había decidido aguarle la fiesta al ciempiés. Pero eso, por otra parte, no era tan fácil, pues lo que él no quería era exponerse a las críticas y reproches de los demás animales. Estuvo reflexionando largo tiempo y un día le vino una idea grandiosa, y escribió al ciempiés una carta que decía más o menos lo siguiente:

«¡Oh tú, admirable, maestro en el danzar armonioso y en los complicados lazos y espirales! Yo sólo soy una cosita pobre, húmeda, viscosa, y no tengo más que cuatro patas pesadas y torpes. Por eso te admiro sobremanera a ti, que consigues mover con tan maravilloso orden tus cien pies. Me gustaría tanto aprender un poquito de ti. Por eso dime, admirable maestro: cuando empiezas a bailar ¿mueves primero el primer pie izquierdo y luego el número noventa y nueve de la derecha? ¿O comienzas por el número cien de la izquierda y echas después el número cincuenta y tres de la derecha, moviendo después el tercero de la izquierda y luego el número setenta y dos de la derecha? ¿O lo haces al revés? Explica, por favor, a este ser tan pobre, húmedo, viscoso, con sólo cuatro patas, cómo te las ingenias, para que yo, indigno y reptante bicho, aprenda a moverme con un poquitín de gracia.»

El sapo colocó la carta sobre la piedra bañada por el sol y cuando el ciempiés llegó para bailar, allí la encontró y la leyó. Comenzó entonces a reflexionar sobre cómo lo hacía. Movió un pie, luego el otro, tratando de recordar cómo lo había hecho hasta entonces. Y comprobó que no lo sabía. Y no pudo hacer el menor movimiento. Estaba allí, inmóvil, y pensaba, pensaba, y movía tímidamente alguna de sus cien patas, pero lo que ya no podía era bailar. En efecto: lo de bailar había pasado a la historia.



Yo, naturalmente, no quiero compararme en modo alguno con un tan gran artista como el ciempiés: la modestia me lo impide. Y mucho menos pretendo poner en relación, ni remotamente, a nuestros amables y distinguidos anfitriones con el alevoso sapo: eso lo exige la amistad y la buena educación. Y sin embargo quiero confesarles sinceramente que me pasó algo semejante a lo del ciempiés cuando me enteré del tema sobre el que tenía que hablarles a ustedes aquí:

¿Por qué se escribe para los niños?

Sí, ¿cuál será el motivo? Aquí estoy yo desde entonces moviendo tímidamente -para quedarnos en el símil del ciempiés- a veces esta pata, a veces esta otra, y no estoy en absoluto seguro de que lo haya sabido alguna vez. Lo único que espero es reconquistar, con los pensamientos que voy a exponer, mi despreocupación originaria. Y, con toda seguridad, no puedo responder por otros, sino sólo por mí.


Así que: ¿por qué escribo yo para los niños?


Ya aquí me quedo parado y compruebo que, para poder continuar, tengo que plantearme la pregunta de otra manera, pues en el fondo yo no escribo en absoluto para los niños. Quiero decir que, mientras escribo, no pienso nunca en los niños, no reflexiono sobre cómo he de expresarme para que me entiendan los niños, no elijo o desecho un tema porque éste sea o no sea apropiado para niños. En el mejor de los casos podría decir que escribo los libros que me habría gustado leer de niño. Esta fórmula suena bien, pero no corresponde del todo a la verdad, pues tampoco escribo recordando o reflexionando sobre mi propia adolescencia. El niño que fui una vez sigue hoy viviendo en mí, no hay un abismo -el del paso a la edad adulta- que me separe de él, en el fondo me siento como el mismo que era entonces. Llegado a este punto estoy viendo con mi mirada interior a más de un psicólogo que frunce el entrecejo y murmura: ése nunca ha llegado a la edad adulta.


Lo cual se tiene hoy por gravísima falta.


Bueno, qué se le va a hacer, lo admito, seguramence nunca he llegado a ser de verdad una persona adulta. Durante toda mi vida he procurado no convertirme en lo que hoy día llamamos adulto de verdad, o sea, ese ser mutilado, desencantado, banal, ilustrado, que existe en un mundo desencantado, banal, ilustrado, el mundo de los llamados hechos. Y me acojo aquí a las palabras de un gran poeta francés: cuando hemos dejado definitivamente de ser niños, ya hemos muerto.



Yo creo que en toda persona que todavia no se ha vuelto completamente banal, completamente a-creativa, sigue vivo ese niño. Creo que los grandes filósofos y pensadores no han hecho otra cosa que replantearse las viejísimas preguntas de los niños: ¿de dónde vengo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Adónde voy? ¿Cuál es el sentido de la vida? Creo que las obras de los grandes escritores, artistas y músicos tienen su origen en el juego del eterno y divino niño que hay en ellos: ese niño que, prescindiendo totalmente de la edad exterior, vive en nosotros, ya tengamos nueve o noventa años; ese niño que nunca pierde la capacidad de asombrarse, de preguntar, de entusiasmarse; ese niño en nosotros, tan vulnerable y desamparado, que sufre y que busca consuelo y esperanza; ese niño en nosotros que constituye, hasta nuestro último día de vida, nuestro futuro.


Si se me permite, quisiera asociar a las palabras de Goethe del «eterno femenino», con toda la modestia que hace al caso, el eterno infantil sin el cual el hombre deja de ser hombre.

Para ese niño en mí y en todos nosotros cuento yo mis historias, pues ¿por quién o por qué valdría la pena hacer cualquier cosa?

No son, por tanto, miras pedagógicas o didácticas las que impulsan mi labor. EI haber elegido la forma que pueden ustedes ver en mis libros tiene exclusivamente razones artísticas y poéticas. Si ustedes quieren contar determinados hechos maravillosos, tienen que describir el mundo de tal manera que tales hechos sean posibles y probables en él. Esto, por su parte, es cuestión del tono de voz, del estilo.

Cuando en los cuadros de Marc Chagall sobrevuelan parejas de enamorados los tejados de París; cuando sobre el tejado de una choza hay una carnero que toca el violín; cuando los ángeles hablan con los mendigos como con sus iguales, todo ello es plausible -y en Chagall es más que plausible, es incontestable realidad- porque la manera como nos cuenta esas cosas el pintor da con el tono exacto del eterno infantil. Y el eterno infantil en nosotros reacciona porque sabe -más allá de toda inteligencia racional exterior- que existe todo eso, que eso es incluso más real que toda la realidad de acá.

Es, sin embargo, característico de nuestra situación espiritual actual que, hablando de un pintor como Chagall, se haya comentado -incluso en ambientes de críticos y expertos de arte- que pese a todo se trata de «auténtica» pintura, o sea, de pintura seria; pero si un escritor o poeta se atreve a presentar en sus libros un mundo maravilloso infantil similar, entonces se le cuelga la etiqueta -todavía peyorativa- de «autor de libros infantiles». Ello quiere decir que los libros infantiles son un género inferior de literatura -si es que se los incluye en la literatura-, que cultivan únicamente personas que carecen de suficiente talento para ser verdaderos escritores. Ahora bien, esa opinión -lamentablemente muy extendida aún- sólo pone en evidencia los conocimientos artísticos deplorablemente escasos de quienes tienen tal opinión y son además tan necios como para exponerla en público. ¡Pero basta ya! Hoy no quiero caer en la polémica. Lo he hecho bastante en otro lugar y seguramente no faltará ocasión de ello en el futuro.


Volvamos, pues, a nuestro tema. Una vez que he explicado -de modo relativamente comprensible, espero- en qué sentido yo no escribo para niños, aún queda por responder la pregunta de por qué escribo.

Pues bien, tradicionalmente hay dos respuestas de poetas y escritores a esta pregunta, una por así decir misteriosa y una por así decir razonada.

La respuesta misteriosa reza mas o menos así: «Un escritor tiene que escribir. Una orden interior, una vocación numinosa le impulsan a ello. Moriría si no pudiese escribir».

La explicación por así decir razonada reza así: «El arte y la literatura tienen justificación sólo si ejercen una función clarificadora. Su misión es hacer reproducciones de la realidad con el fin de transformar esa realidad. Un escritor, por tanto, tiene que ser una especie de maestro de su público».


Ahora bien, para confesárselo a ustedes ya de entrada con toda claridad: para mí, la existencia del artista y del escritor no es ni misteriosa ni razonada. Ambas respuestas, aunque parezcan proceder de posiciones totalmente opuestas, tienen sin embargo algo en común: son el resultado de un pensamiento burgués, es decir, de un pensamiento para el que lo razonable no se concibe de otra manera que como equivalente de lo útil. De lo contrario, se trata de un fenómeno patológico.

Miren ustedes, distinguidos oyentes, la primera respuesta, la misteriosa, por así decir, convierte al escritor en una especie de neurótico obsesivo, en una persona que, en razón de una enigmática maldición o de una gracia especial, se halla bajo la obsesión interior de tener que expresarse a sí mismo. En el caso más feliz se le declara genio, es decir, se libera uno de la incómoda pregunta que plantea su existencia haciendo de él un hombre especial, un poseso o un carismático, en cualquier caso un anormal que de alguna manera, si bien lejana, está emparentado con los santos y los locos. Por consiguiente, un escritor así no tiene que aspirar a hacerse comprensible por su público sino que el público tiene la obligación de entender al escritor. No quiero nombrar a nadie aquí -a ustedes ya se les ocurrirán bastantes nombres-, pero en cualquier caso creo que una gran parte de nuestro actual quehacer literario, en todas las partes del mundo, está basado en esta manera de pensar. Ejércitos enteros de expertos en literatura se afanan analizando e interpretando tales obras, y nos explican lo que quería decirnos realmente el poeta. A mí, ya durante la época escolar, siempre me venía espontáneamente la pregunta de por qué el poeta no lo había dicho, si era eso lo que quería decir. Por lo visto -así pensaba yo entonces- los escritores son personas completamente incapaces de expresarse con claridad y necesitan un intérprete que haga inteligible su balbuceo.

La otra, la respuesta por así decir razonada a la pregunta de por qué se escribe, tiene aún más difusión y curiosamente está considerada -por más que sea típico producto del siglo XIX- como progresista. Especialmente en mi país, en Alemania, durante los treinta años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, la totalidad de la vida literaria estaba marcada por el afán verdaderamente angustioso de ver todo, absolutamente todo, bajo el aspecto crítico-social, político, emancipatorio o, de una manera u otra, clarificador. El escritor que quería ser tomado medianamente en serio en los ambientes culturales oficiales tenía que llevar a cabo sin falta los correspondientes y obligatorios ejercicios. Todo género de literatura que no se consideraba socialmente relevante pasaba ya a priori por ser literatura de evasión, o sea, de huida de la realidad y, en consecuencia, totalmente rechazable. El escritor, se decía, era la conciencia de la nación. Y como la conciencia, naturalmente, sólo tiene una función plausible cuando es una conciencia con remordimientos, nuestros escritores se superaban unos a otros formulando acusaciones, denunciando abusos, criticando la sociedad, la cultura, la situación social, las personas. Cada vez se iba cayendo en una vorágine más y más profunda de negatividad, de ira, de amargura, de tedio. Quien no seguía esa corriente pasaba por superficial o por tonto. El criterio decisivo por el que se juzgaba a un escritor era el llamado mensaje que contenían sus libros. Sólo eso era objeto de discusión. Sobre eso se pueden escribir a maravilla artículos y ensayos, y anti-artículos, y réplicas, en una palabra, mantener en funcionamiento todo el ruidoso aparato de la fanfarronería intelectual.

El escritor estaba por así decir ante un imaginario tribunal de justicia, ya fuese como fiscal del Estado o como defensor y abogado, y su libro, su pieza teatral, su poema tenían que probar algo: una culpa, un hecho social, un desarrollo histórico. Esa prueba era después examinada con vistas a su carácter conclusivo, era refutada, se presentaban pruebas en contra, que eran refutadas a su vez, en resumen, se veía toda la literatura desde una única perspectiva, la del argumento. Esto valía también para el libro infantil y hasta para los libros ilustrados.


Por favor les pido, señoras y señores, que no me entiendan mal. Con esta exposición algo polémica no quiero decir en absoluto que yo considere innecesaria o superflua toda esta corriente literaria. No lo es. Es y ha sido siempre una parte necesaria e importante de la literatura universal. Lo que yo ataco decididamente es ese rabioso dogmatismo que propugnaban y siguen propugnando los representantes de tal literatura. Mediante esa funesta unilateralidad, a muchos escritores cuyo punto fuerte no es la argumentación se les priva literalmente del aire que respiran. ¿Y no son precisamente las mayores obras de la literatura universal las que están más allá de toda argumentación? La Odisea y la Ilíada, Las mil y una noches, Don Quijote de La Mancha, nuestros cuentos populares, el Fausto, las grandes novelas de Balzac o Dostoievski, los dramas y las comedias de Shakespeare: todas ellas ni prueban ni refutan nada. Son algo. Presentan mundos pero no explican el mundo.



(continuará...)

1 comentario:

Estelwen Ancálimë dijo...

Me encanta esta entrada. ¡Continúala pronto, por favor!

Un saludo ^^

Estelwen Ancálimë